jueves, 17 de septiembre de 2009



ENTREVISTO EN DAKAR
Abdoulaye el sastre

En las calles de Dakar, a la vuelta de la joyería la case d´or, cerca del mercado Sandaga, tiene su chiscón Abdoulaye el sastre. Abdoulaye es un sastre de oficio, que tras rápida mirada al modelo que le muestras, te mide de la cabeza a los pies calculando volúmenes entre dos pestañeos, y te indica los metros de tela que debes ir a comprar en alguna tienda del mercado contiguo. Abdoulaye no necesita patrones, simplemente es capaz de replicar cualquier confección que le presentes, tanto si es en foto como si le muestras la prenda. Su calle es una calle de replicantes, el joyero de al lado imita también cualquier pieza en plata para la que exista modelo y material. Son los restos de los antiguos oficios de toda la vida, traspasados como en la edad media, de padres a hijos, de maestro a aprendiz. Abdoulaye confecciona sus trajes en plazos que te parecen inimaginables cuando contemplas la mísera maquinaria de su chiscón, que por todo tener consta de una mesa, un "probador" tras la raída cortina, y una máquina de coser antigua, de esas que quedan en los trasteros de las casas de pueblo, y que nuestras madres y abuelas abandonaron frustradas ante la imposible competencia de la productividad industrial. Las doce horas de Abdoulaye a la máquina se completan con las que meten los hijos mayores de este padre de siete. De modo que en el pequeño taller artesano los medios de producción nunca descansan, echando chispas para llegar a tiempo a satisfacer a las clientas del sastre. Si una pieza de la única máquina perece por el desgaste, el joyero vecino ayudará en la pronta reparación del equipo con un parche eficiente.
Abdoulaye es un hombre bueno, un buen musulmán. Trabaja seis días y medio sobre siete, descansando sólo para la oración del viernes. En sus ojos marrones de animal de tiro ves la paciencia infinita de un santón ejercitada a golpe de máquina de coser y de años de aguantar caprichos de clientas coquetas que nunca están conformes a la primera. Apenas habla, su comunicación es el esbozo de una sonrisa, de una levísima y amable elevación de comisuras, que sólo fuerza cuando el chiscón se llena con el parloteo bullicioso de las clientas que vienen a recoger o solicitar nuevas prendas. Parece un contrasentido encontrar tanto hombre en tampoco cuerpo. Un cuerpo que habita sólo como pretexto, y del que parece podría prescindir. Abdoulaye te mira esperando tu demanda e inclinando levemente el cuello en un gesto de femenina vulnerabilidad, carente de miedo, como si nada que pudieras hacerle fuera capaza de afectarle en lo sustancial. En la tienda del sastre se habla bajito, mientras, sus hijos le siguen con la mirada para adivinar cualquier indicación o comanda que este les sugiera hacer. Con ojos soñadores confiesa que una vez viajó a Europa y compró botones de fantasía para sus prendas en Paris y Londres. Se disculpa conmigo por no conocer Madrid.

El negocio de Abdoulaye, recibido de generaciones de sastres laboriosos, es un presente sin futuro. Días tras día las manufacturas chinas penetran los mercados en Dakar, adaptando sus precios al comercio local hasta proponer prendas por debajo de los escasos 4 francos que Abdoulaye pide a un cliente europeo por confeccionar unos pantalones a medida. Aldea global 2009….¿Qué oficio quedará al alcance de los hijos de Abdoulaye para replicar la dignidad de padre?...

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